Entretener a las cabras

Raquel Berrocal

 

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La iglesia ha ido aguando gradualmente su testimonio, después haciendo guiños y luego excusando las frivolidades del momento. Proporcionar diversión a la gente no aparece en ninguna parte de las Escrituras como función de la iglesia. Si lo era, ¿por qué Cristo no habló de ello? (C.H. Spurgeon)

No era un culto. Era un "programa especial" de Navidad.(1)  Al menos así nadie se llamaría a engaño. En palabras de Spurgeon (1834-1892), no se trataba de "alimentar a las ovejas", sino de "entretener a las cabras" con un espectáculo de hip hop, teatro, música y charlas, más o menos amenas, entretejidas en un espectáculo que bien podría haberse dado en un bar con escenario, junto a unas copichuelas. Gracias a Dios que alguien decidió eliminar la palabra "culto" de los títulos. Sin embargo, aquel "tiempo especial" ocupaba en televisión el espacio que antes se reservaba al "culto evangélico", por lo que muchos espectadores seguramente esperarían encontrar en él algún rastro de aquellas prácticas que los creyentes han usado y transmitido durante siglos y que, ahora, en estos días de confusión y eclecticismo, de potaje ideológico sin precedentes, parece que hay que hacer desaparecer a toda costa.

El príncipe de los predicadores, del que muy poquitos de los jovenzuelos que vi en aquel "programa especial" habrán oído hablar, ya lo vela claro hace ciento cuarenta años: "La iglesia ha ido aguando gradualmente su testimonio, después haciendo guiños y luego excusando las frivolidades del momento. Proporcionar diversión a la gente no aparece en ninguna parte de las Escrituras como función de la iglesia. Si lo era, ¿por qué Cristo no hablo de ello? 'Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura, y proporcionad entretenimiento a aquellos que no disfruten mucho con él'. Sin embargo, no encontramos semejantes palabras [...]. 'Vosotros sois la sal de la tierra', no los caramelos; algo que el mundo escupirá, que no se tragara".

El espectáculo —que no culto— estaba pensado para un público muy joven, "un programa hecho por jóvenes, pero para todas las generaciones de mente abierta y sin prejuicios" (2), como lo expresaban desde Protestante Digital, que ya calificaba de "prejuicios" a todas las opiniones disidentes.

Proporcionar diversión a la gente no aparece en ninguna parte de las Escrituras como función de la iglesia.
A dicha fuente le "encantaron las participaciones musicales, el hilo entrelazado de la representación teatral (excelentes actores que la hicieron creíble) y los pensamientos (¡nunca predicaciones, porque una de las que habló fue una mujer!). Y, especialmente, la frescura del rap del evangelio, que si uno lo escucha sin prejuicios (sea joven o mayor) le pone los pelos de punta y el alma conmovida por su poesía, fuerza y capacidad de trasladar la verdad en palabras de hoy".
Admitiendo que semejante cóctel pueda ser una buena manera de pasar la tarde, como podría serlo cualquier otro programa televisivo, cualquier parecido con el método bíblico sería pura coincidencia. Lo cierto es que agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (1 Corintios 1:21), de la cual no hubo ni gota en todo el programa (recordemos las palabras de quienes lo califican como un gran acierto: hubo pensamientos, nunca predicaciones). Nuestro querido Spurgeon proseguía así su famoso sermón, vigente hoy más que nunca: "En vano buscaremos en las epístolas algún rastro del evangelio del entretenimiento. Brilla por su ausencia. Los apóstoles tenían una confianza ilimitada en el evangelio y jamás emplearon ninguna otra arma". Pero, detengámonos por un momento en aquellos "pensamientos, nunca predicaciones" de una duración en torno a los cinco minutos, no más, recordemos que se trata de jóvenes de la LOGSE. Sale a la palestra una señorita que, según aparece en la pantalla, es "pastora". Demos gracias al Señor porque los reformadores y los apóstoles, de mentes tan poco "abiertas" estén gozando de la gloria y no puedan ver esto. La señorita dedica gran parte de su disertación a describir los "conflictos y sentimientos de tristeza" que muchos tienen en esta época del año, a definir el "pecado" de manera que ofenda el menor número de sensibilidades posible y a afirmar que el deseo de Dios es "suplir todas las necesidades que nosotros tenemos". La cancioncilla que le sigue refuerza esta idea, porque a pesar de llamarse "Mi Padre", no habla del Padre, sino más bien de las debilidades, inseguridades y necesidades del hijo.

Después de un rap sobre el poder político, el consumismo y el control de la tecnología sobre la vida moderna, y otro pequeño monólogo de tres o cuatro minutos, esto empieza a parecerse cada vez más al Club de la Comedia. Y es entonces cuando, como una aparición espectral de alguna gala de triunfitos, aparece un coro que ejecuta un inigualable destrozo del clásico navideño "Se oye un son en alta esfera", prácticamente irreconocible, cuya última estridencia le hace a uno dar gracias a Dios por el silencio. Si alguien todavía abrigaba alguna esperanza de deleitarse con algo de música sacra, seguro que a estas alturas ya ha entendido que no va a oír ningún villancico, o, por lo menos, a reconocerlo si lo oyera.

Y al fin llega la lectura bíblica del relato de la Natividad de Jesús, con una musiquilla de epopeya cinematográfica de fondo para darle más emoción. Pero, ¡oh, mi gozo en un pozo! El que sale para explicar la lectura no es ni siquiera pastor. Es "cantautor y comunicador", (ministerios que puede uno cansarse de buscar en el Nuevo Testamento sin hallarlos, al igual que el de "pastora"), un charlatán que deduce del texto del evangelio de Lucas ¡que Herodes era el Grinch que quería robar la Navidad, y que Jesús está cantando la canción de los turrones, la de volver a casa por Navidad! ¡Cielos!

Unos infumables ripios roperos acaban aquello, por fin, reiterando que se trata de mí, de yo mismo y de mí otra vez mirándome el ombligo y decidiendo si Dios puede solucionarme algo de lo mío: "Busqué salida a mi soledad, y sólo en Jesús encontré la amistad que me faltaba".

Parece como si Charles H. Spurgeon hubiera estado allí, soportando el espectáculo, y después hubiera podido escribir lo que, en efecto, escribió hace más de un siglo: "Si Jesús hubiera introducido más elementos brillantes y agradables en su enseñanza, habría sido más popular. Cuando 'muchos de sus discípulos se marcharon y ya no andaban con él', no le oigo decir 'Corre tras ellos, Pedro, y diles que tendremos un estilo diferente de culto mañana; algo corto y atractivo con poca predicación. Todos pasaremos una tarde agradable. Diles que pueden estar seguros de que lo van a pasar bien. Date prisa, Pedro, tenemos que atraer a la gente de alguna manera'. ¡No! Jesús se compadecía de los pecadores, suspiró y lloró por ellos, ¡pero nunca buscó entretenerlos!".

Y termina su famoso sermón sobre la diferencia que hay entre divertir a las cabras y predicar el evangelio: "Por último, el entretenimiento fracasa en lograr el fin que deseaba. ¡Que no se callen aquellos pobres atribulados que encontraron la paz en el concierto! ¡Que se levanten los borrachos para los cuales el teatrillo fue el eslabón de Dios en la cadena de su conversión! ¿No contesta nadie? La misión del entretenimiento y la diversión no produce conversos". En efecto. Los grandes avivamientos de la historia siempre se produjeron como resultado de la predicación de las Escrituras, nunca después de funciones al gusto de la época ni al son de cómicos, monologuistas parlanchines o showmen con carisma. Fueron los predicadores pobres de Wycliffe, que recorrían Inglaterra explicando el Nuevo Testamento a una población ignorante, los pastores luteranos que exponían las preciadas Escrituras en sus parroquias cada domingo, los puritanos que tanto amaban aquellos textos maravillosos y los llevaron consigo al otro extremo del mundo, los Wesley que despertaron a su país del letargo espiritual y tantos otros a los que Dios utilizó para que su Palabra no volviese a él vacía, y el método —la locura de la predicación— siempre fue el mismo porque su Señor era, es y será siempre el mismo.

"Lo que hoy se necesita es una espiritualidad auténtica junto con la enseñanza bíblica, entendida y vivida de tal manera que incendie a los hombres". Lo malo es la omnipresente alergia contemporánea a la doctrina —que solo quiere decir enseñanza— y al conocimiento de la Palabra, incómoda, ofensiva y cortante que cambia a los individuos y a los pueblos.

Los nombres de las cosas

"Pensamientos, nunca predicaciones". Es como si entráramos en el Asador de Soria y, cuando ya estuviéramos sentados a la mesa, servilleta al cuello y cuchillo en ristre, en lugar del orondo mesonero que debía servirnos el ansiado chuletón a la brasa apareciese un estiloso y escuálido encargado con un plato que deposita delante nuestra atónita mirada apostillando con una aséptica sonrisa: "Tofu, nunca carne".

Efectivamente, detrás del cartel de asador ya no encontramos lo que la palabra sugiere. De igual modo, en las últimas décadas, detrás del rótulo de "iglesia" podemos toparnos con cualquier cosa, desde días del "churro" hasta días de los "amigos" en lugar del Día del Señor; tendencia recurrente a las improvisaciones y dramatizaciones en lugar de "a la ley y al testimonio" (Isaías 8:20), prueba de que a muchos no les ha amanecido; actuaciones y ritmillos de salsa en vez de "salmos, himnos y cánticos espirituales" (Colosenses 3:16). Allí donde deberían congregarse los herederos de la Reforma que volvió el mundo del revés, las ovejas se mueren de hambre y de tristeza mientras las cabras van y vienen alegremente, como audiencias televisivas, decidiendo qué elementos les resultarían más agradables para pasar los domingos por la mañana y cuáles deben eliminarse del programa.

Los nombres de las cosas sí importan. Referirse a aquel "programa evangélico de Buenas Noticias en la televisión española" como "culto o celebración de Navidad, nos da exactamente igual la etiqueta que se le quiera poner" (2) denota una pérdida de visión grave en aquellos a quienes les da igual. No es lo mismo un culto a Dios que un espectáculo para los hombres. El abandono del sola scriptura y, con él, de todas las solas de la Reforma se hace dolorosamente evidente cuando los líderes del pueblo evangélico no son capaces de discernir que no es lo mismo predicar que entretener. Un abandono del que además, en lugar de avergonzarse, se alardea, tratando la rica herencia protestante como un lastre embarazoso de trastos viejos e inútiles. Igual que el patán que encuentra un maravilloso Stradivarius de valor incalculable y decide que lo mejor que se puede hacer con él es echarlo a la lumbre, por darle alguna utilidad.

Si algo quedó claro al cristiano sensato después de ver aquello, es que la mayoría del movimiento evangélico contemporáneo ha emprendido una cruzada contra las formas de piedad con las que creyentes de todas las épocas siempre expresaron la adoración a Dios y recibían de él la fortaleza y la gracia que necesitaban. Siguen existiendo, gracias a él, quienes opinan que si aquellos himnos y aquellos sermones eran buenos para los puritanos, los valdenses, los hugonotes, los Wesleys y los Edwards, también lo son para nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos, y con ilusa y valiente sencillez se plantan, cual estudiante chino, delante de los tanques de la postmodernidad, esperando cándidamente que los adalides de la "mente abierta" no se los lleven por delante.

Sin duda, la pérdida del sentido de lo sagrado es una de las mayores tragedias de nuestros días. La mayoría ya no va a la casa de Dios. Acude a un recinto multiusos que no tiene púlpito o que guarda por ahí, como mucho, un atril de quita y pon que ya nunca volverá a estar en el centro. Hay que rebuscar con paciencia incansable para hallar aquella reverencia con la que las mujeres de mi infancia entraban con sus biblias desgastadas, se sentaban en su banco y preparaban su alma en silencio para recibir al Amado de su corazón. Hoy muchos no soportan el silencio. Aquellas preciosas ovejas y sus formas de conducirse nada tienen que ver con las actitudes y el aspecto predominante en muchas iglesias-escenario, más parecido a las maneras de los clientes que asisten a un concierto o al bar de la esquina. Al fin se ha revelado cuál era el propósito de la "iglesia con propósito": satisfacer las propias necesidades para sentirnos bien con nosotros mismos.

El ejemplo de Jesús

La referencia a nuestro Señor como "Maestro revolucionario" al que debemos seguir, "haciendo 'tonterías' como andar sobre las aguas o convertirnos en 'cuentacuentos' espirituales, incluso a ritmo de hip hop, todo con tal de que nos escuchen", a todo lo cual nos instan desde la fuente ya citada (1) resulta, cuando menos, muy desafortunada. Lamentable, más bien. Un lenguaje semejante pide a gritos una buena revisión de su teología. Referirse a nuestro Señor en esos términos, más propios de una visión setentera a lo Jesucristo Superstar, y adjudicar a los rabíes el papel de tradicionalistas para librarse así de cualquier crítica a los aires nuevos, tildándola de farisaica, deja de lado algunos aspectos interesantes que encontramos en los Evangelios.

Nuestro Señor iba a la sinagoga a leer y exponer las profecías del Antiguo Testamento.

Nunca pensó que aquello iba a ser demasiado aburrido ni les dijo a los discípulos que improvisaran una dinámica teatral para que el mensaje entrara mejor, o a las mujeres que lo seguían que le hicieran un coro con coreografía.
No es lo mismo un culto a Dios que un espectáculo para los hombres.
Siempre lo vemos centrado en la lectura y exposición de las Escrituras, justo aquellos dos elementos que tanto parecen molestar hoy. Los sermones de nuestro Señor no duraban cinco minutos. El Sermón de la Montaña no es precisamente un ejemplo de brevedad, y está muy lejos de la sucesión de chascarrillos y anécdotas que constituyen hoy la "predicación" en muchas "iglesias".

El ejemplo de las Escrituras

La lectura y la exposición de las Escrituras siempre produjeron efectos sorprendentes. El rey Josías no pudo sino rasgar sus vestidos (2 Crónicas 34:19, 26, 27), conmoverse de corazón y llorar en la presencia de Dios cuando oyó aquellas palabras del pacto de Dios que alguien había encontrado haciendo limpieza.

En tiempos de Nehemías, después de setenta años en el exilio, podemos suponer que el pueblo judío no estaba ya muy acostumbrado a escuchar la Palabra de Dios regularmente en asamblea pública. Sin embargo, no se les ocurrió montar una performance, sino volver a las sendas antiguas y hacer que los levitas la leyeran y "hacían entender al pueblo la ley; y el pueblo estaba atento en su lugar. Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura" (Nehemías 8:7, 8). Allí estaban todos, "y leyó desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres, y de todos los que podían entender; y los oídos de todo el pueblo estaban atentos al libro de la ley" (8:3). Un poco más adelante, tienen que decirles: "No os entristezcáis, ni lloréis; porque todo el pueblo lloraba oyendo las palabras de la ley" (8:9). No recogen las Escrituras que la mayoría saliera de allí tranquilamente y se fuera a sus casas después de la función. Lo que allí sucedió marcó tanto a aquellas familias que al día siguiente volvieron a reunirse "para entender las palabras de la ley" (v. 13). Algo les quemaba dentro y necesitaban saber más, entender más. Como los discípulos de Emaús: "¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?" (Lucas 24:32). No me imagino a estos hombres sentados tan a gusto en su primitiva iglesia, deleitándose con cualquiera de las artes escénicas que algún comité de líderes hubiera decidido como sustituto de la predicación.

Estos dos elementos que algunos parecen considerar tan molestos —la lectura y la exposición de las Escrituras— han ido reduciéndose más y más durante las últimas décadas, y se las ha sustituido gradualmente por otras actividades más acordes con los gustos contemporáneos de generaciones que navegan por un mundo de ocio e imágenes las veinticuatro horas del día. Hoy aparecen reducidos a su mínima expresión o directamente no aparecen.

Recuerdo, bien cómo, después de escuchar un sermón expositivo de cierto pastor que lleva más de treinta años predicando mañana y tarde incansablemente, al preguntar qué le había parecido, uno de estos "pastores", coordinadores de actividades diversas me comentó: "Oh, muy bueno, pero yo nunca podría hacer eso. No tengo esa capacidad". Es como si llamaras a un fontanero en medio del atasco de tuberías más espantoso de tu vida y al acudir a tu casa, el susodicho se excusara: "Oh, no, es que yo no sé nada de tuberías, no tengo esa habilidad". Quizá por eso, aquel líder evangélico solo predicaba una vez al mes, casi siempre temas que parecían sacados de la portada de alguna revista de moda: "Tres formas de...", "Las cinco claves de...", "Cómo llegar al Cielo en cuatro pasos". El muy sabio y piadoso pastor A. W. Tozer tenía cristalinamente claro que "no somos diplomáticos, sino profetas, y nuestro mensaje no es un arreglo al que llegamos, sino un ultimátum". Así es. El evangelio comienza anunciando sentencias de muerte. Si yo fuera uno de los reos, agradecería que no intentasen comunicármelo de nuevas e innovadoras formas artísticas. Preferiría, sin lugar a dudas, oír la voz del Juez explicándome claramente el caso en toda su crudeza. Preferiría la verdad. Solo así podría comprender, o al menos intentar comprender, qué significa que el Abogado defensor se ofreciese a cumplir la pena terrible en mi lugar.

 

[1] Navidad 2012 - Culto evangélico en TVE

[2] Editorial de Protestante Digital

* Artículo publicado en la revista Nueva Reforma editada por Editorial Peregrino, S.L.



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